Fueron, primero tus manos al llevarme áspera a cualquier parte. Fueron, primitivamente, los rayos de sol que tu clavícula reflejaba en mi piel. Tibios. Sólidos. Fuertes. Fueron, como parte del cuento, tus prontos con muchos besos, mis urgencias con pocos retrocesos, los encuentros más graves de ambos; más accidentados, más libres de pecado, fueron puentes de interior a exterior. Tal vez, los miedos de siempre que hicieron planes sin nosotros dos ya estaban delimitados mucho antes de esta catarsis.
El tiempo de espera colgando de un hilo, nuestros cuerpos contándose que nunca más serán los mismos.
Olvidos. Lejanos. Certeros. Murmullos de pecados.
¿Y pecado qué es, si no, armarse de coraje y abrirse el pecho en dos?
Dos brechas con vistas al océano. Dos brotes de ilusión. Dos condenas perpetuas. Dos bocetos sin acabarse hoy.
El tiempo de espera, nunca del agrado de las prisas. Me corre por las venas, inmunidad diplomática ante tu adiós. “Adiós, mi tenue despedida. No vuelvas” suspiro cerca de tu risa.
Repartí el amor entre tu cuerpo y el desorden de la habitación. Nadie lo encuentra, a veces, ni siquiera yo.
Lo busco a tientas, se me ponen ojos de gata, vista de halcón. Vaga manía por tendernos límites en esta relación.
Siempre dices que dónde unos ven, otros sienten. Digo yo que dónde unos van, nadie intercede. El que va, va. El que sabe ir no se tuerce. Y que también, vinimos a jugar. Nada de sobrevivirnos. Nada de querer las mitades. Nada de guardarse los sentires en el fondo del cajón. Vinimos, como nuestra osadía más grande. Surgimos, como antídoto a tanta semejanza. Por eso, búscame a los pies de la cama cuando todo esto pase. Porque pasará. Paciencia.
Yo seguiré ahí, armada de valor. Seguiré así, sin decirte adiós.
FOTOGRAFÍAS: PINTEREST.COM / TEXTO: INFINITY HOPE©