El frío, tal vez, no era amigo de las despedidas
pero siempre me acompañaba en los domingos que desaparecías
por el último vagón de la estación.
Que costumbre más mal avenida,
la de correr hasta el final del tren persiguiendo tu último adiós,
arriesgando la vida por las vías.
Que mala suerte, la tuya y la mía,
por nunca pillarnos el vehículo en marcha si siempre nos tuvo dentro de la diana.
Un susto hubiera estado bien,
una señal nos hubiera hecho retroceder,
una sorpresa despiadada con dos cadáveres estaba punto de nacer.
Después de ahí, cuando llego a casa, y solo doy vueltas en la cama,
y nada me sacia sino eres tú quien me tiende el remedio,
y en mi cuerpo solo se acurruca un desvelo,
y tu amor se me clava a traición por la espalda,
ahí, vuelvo a saber lo que ignoramos durante toda la semana.
Lo que saben todos;
lo que acallan y por eso no se atreven a mirarnos a los ojos.
Ahí, ya sé que el destino tiene otros corazones a los que poner a trabajar.
Ya sé que pido mucho,
y rápido,
y ya.
Ya sé que cuando te tengo cerca, te me vuelves rutina,
y huyo, muy lejos, y no quiero volver nunca jamás.
Ya sé que cuando no estás, te pido a las estrellas, a las fugaces y a las duraderas,
para que te pongan a mi vera una eternidad, y otra, y otra, y otra más.
Ya sé mucho, algunos días,
ya sé nada, en la gran mayoría, cuando me pongo a aparentar.
¿Tú también pensaste que este amor no nos comprendía?
¿Qué no nos entendía?
¿Qué le vinimos, a veces, pequeño, y otras, grande, como una alegría a la oscuridad?
Ya sé que volverá a ser domingo.
Y nos encontraremos; tú, allí, y yo, aquí.
Y nos conoceremos de nuevo, con las manos abiertas y dos sonrisas sin fin.
Y nos pensaremos muy eternos,
porque ya sé,
y ya sabes,
que tu nombre siempre estará cobijado de mi pecho.